sábado, 28 de noviembre de 2020

Caer a toda costa.

Estoy cayendo en cruz
directo a un pozo tan real como imperceptible.
Adentro, a oscuras, planeo la caída
estrepitosa y definitiva.

Caigo y no paro de caer,
y en plena caída
llega a mi cara una seda
de suavidad onírica
que como tersa telaraña rodea mis ojos,
me cubre el cuerpo entero,
penetra cada poro
y termina por adherirse a mis entrañas.

Subo en picada como un cohete
Forcejeo para quitarme de los ojos
la extraña tela que me recubre
y la caída estrepitosa se anuncia inminente
a través de un pequeño agujero
que hago rasgando esta piel.


Cicatriza, sin embargo.

Ahora sigo subiendo
y a mi paso mi nueva piel
deja una estela de ficciones.

Atravieso la atmósfera erguido
y diviso la tierra a mis pies:
con perspectiva soy más pesado.
Pierdo velocidad
y por un instante infinitesimal floto.
Ni voy hacia arriba, ni caigo.

El mundo a mis pies crece
y el cielo entre mis dedos
empieza a ser cortado por mí, la sólida duda.
Abajo, la inestable certeza
del pozo que se hace más grande,
más gélido, lóbrego, húmedo y cochino
me presenta la seda,
mi nueva piel, completamente desgarrada,
cortada y hecha añicos.

Es entonces cuando finalmente
tras caer por el más penoso abismo
la materia que encarno
se pelea bruta contra el suelo.
Mis huesos rotos
y las tripas destrozadas rompiendo mi piel
rebotan despellejándome.

Antes de que mi cuerpo toque de nuevo el suelo
sigo cayendo.