lunes, 2 de septiembre de 2019

El gato


Ese gato. Ese gato en el mismo sitio. Ese gato recogido en sí mismo en el mismo sitio. Ese gato recogido en sí mismo, en el mismo sitio, durante toda la noche. Voy a mi casa caminando y mientras subo lo veo ahí, afuera de ese garaje. Naranja cabellera y gordo cuerpo, recogidos cerca de la llanta de ese carro que ya no cabe en el garaje. Ese gato siempre se asusta cada que paso. Me ve y piensa que me voy a confundir y voy a pisarlo creyendo que es una piedra rara en el andén. Ese gato está ahí siempre. A las 11pm del jueves lo veo y luego a las 4:40am del viernes sigue en el mismo sitio. A las 12 del medio día del martes y a las 12 de la noche del sábado. Parece momificado en ese pedazo de andén, pero no. Cuando se asusta mueve la cabeza, me mira y vuelve a su posición habitual. Ese gato no sé si es de la casa del garaje o de la casa del lado del garaje o de la casa frente al garaje, pero tiene que ser de una casa pues nada más justificaría su gordura, su limpieza y su pelaje. 

Ese gato anoche no estaba. No pude dormir. Creé una certeza, quizá la única en esta época de mi vida, en torno a ese gato. Y se fue. Entre tantas dudas, lo único que me consolaba era saber que allí en ese andén iba a estar ese gato cuando yo, despues de salir de trabajar a las 10pm y andar en metro por 40 minutos y luego caminar otros 20, aproximadamente a las 10:55 u 11 de la noche, iba a verlo ahí echado como si todo no estuviera siendo bombardeado de intranquilidades. Como si se pudiera descansar en el mismo sitio. Parece un filosofo griego contemplando la quietud y el frío de la madrugada. Viendo a la gente pasar, soportando el insoportable estruendo de las motos de todos los tipos de la vuelta, cuyo miembro pequeño, les hace compensar con motos grandes y ruidosas. Ese gato es más celador que ese tipo que pasa silbando a las 3 de la madrugada y que todos los sábados nos vacuna preguntando si deseamos colaborar con el celador y que se conforma con cualesquier mil pesos que uno le de. Aunque ese “celador” nos protege de robos en el barrio (cosa que detesto porque es como sentirme cuidado por los mismos que amenazan y acaban la tranquilidad del barrio), ese gato, por otro lado, nos contempla, nos ve pasar. Ese gato, sobre todo, me da, como ya dije, la única certeza que tengo actualmente en mi vida. Siempre va a estar ahí. O al menos eso creía.

Ese gato era más constante que el celador los sábados pidiendo dinero. A veces pedía los domingos, creo yo que porque se enfiestaba el sábado desde temprano y llegar tan jincho o colino a pedir plata casa por casa, no resultaría muy provechoso y probablemente obtendría como respuesta en cada cuadra el típico “se lo va a gastar en vicio”. Ese gato, a diferencia del otro gato que se dice celador, era bonito. Me miraba con la pureza que solo un animal puede mirar. Me miraba directo al alma y con esos ojos, entendía que mi cansancio físico provocado por subir esas lomas de mi barrio, no era el que realmente me agobiaba. Ese gato entiende que el cansancio físico se quita durmiendo, con la paja, con el sedentarismo del domingo o con la simple pereza matutina. Ese gato sabía (o sabe) que el cansancio que realmente me conmueve, es el de la cabeza, el del alma y el de la mente. Ese gato aunque no pueda hablar, con sus pelos naranjas me daba la tranquilidad que mi mente necesitaba, porque después de revolotear por un cúmulo gigante de pensamientos que me desbordan, las formas que se hacen en su cuerpo por los distintos tonos de su color, me traían un consuelo visual. A la larga, una claridad que consuela más que cualquier palabra, más que cualquier abrazo y cualquier beso.
Pero anoche no estaba. Ese gato no estaba. No dormí tranquilo y tuve pesadillas en las que yo iba caminando por el andén y el gato estaba allí tranquilo como siempre, pero mi caminar errante lo ignoraba y mi peso lo aplastaba mientras mis zapatos se llenaban de su sangre y tripas de gato. Me desperté sudando esta mañana. Madrugué solo para ver si anoche había ido a dar una vuelta y dejó su puesto por un momento, pero fue en vano. El gato no aparecía. Volví a mi casa a dormir otro rato y al medio día caminé con la esperanza de tranquilizarme al verlo bajo el sol inclemente de Medellín viéndome pasar mientras voy a trabajar. Pero no.

Esta es la última oportunidad. Si el gato no está, este pirobo se muere. Si el gato no está es porque ese celador no hace un culo. Si el gato no está lo mato o me mato. 

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